miércoles, 23 de enero de 2008

Uno es lo que Lee

“Uno es lo que lee”, reza el epitafio en la lápida de nuestro querido Dubert. Para un hombre de frases tan contundentes y profundas, cualquiera hubiera esperado algo impactante, sin embargo, cinco simples palabras no parecen expresar todo lo que aquel ser humano fue. Pero dándole cráneo, uno se da cuenta de que Dubert nos dejó tarea. Tenía un cuarto lleno de libros desde el suelo hasta el techo. Libros de todo tipo, sus eternos compañeros, la fuente de una sabiduría que parecía no agotarse nunca. Tuvimos la dicha de iniciar un club de lectura con él durante los últimos seis años de su vida, y cada sugerencia suya era una sorpresa, un regalo.
Y si uno es lo que lee, yo he sido de todo. A ver:

En mis primeros años de vida yo era una creación de Disney, ya fuera aristogato, dálmata o un perro vagabundo. Luego era don Pancho, la caricatura que aparecía los sábados en la portada de los muñequitos del Listín, luego fui un cazador de tiburones de Yucatán, y un mago llamado Kalimán y que luego cambié el turbante por un sombrero de copa y me llamé Mandrake.

Ya a los diez años, por una de esas coyunturas de la vida, cambié radicalmente y me convertí en un personaje bíblico. Fui Moisés, fui el Rey David, fui discípulo y apóstol, justo antes de iniciar las clases de catecismo.

Mi tío Eduardo llegaba entonces cada verano con cajas llenas de “paquitos”, y tanto en los que él nos conseguía como en la biblioteca del Centro Español, logré hacerme de diferentes personalidades, desde una zorra que detestaba a su vecino el cuervo, pasando por un héroe que se ponía blandito cerca de la kriptonita o de Luisa Lane, hasta llegar a ser el ladrón y seductor más elegante de la época: Fantomas.

En mi pre-adolescencia, papi arrasó con el Instituto del libro y nos hizo esperar con avidez los nuevos ejemplares de historietas ilustradas de autores como Julio Verne, Charles Dickens, o Mark Twain, o acaso los comics del Jabato y el Capitán Trueno, en los que me convertí rápidamente. Fui cazador de ballenas, fui huérfano a orillas del Mississipi, y hasta llegué a viajar por el fondo de los mares en mi nave Nautilus.

Gracias a la temible Antonia Silverio, alias “la jamona”, en sexto curso por obligación fui un Hombrecito, tuve un burro llamado Platero y hasta fui un indio que cambió su nombre taíno por el de Enriquillo.

En las tardes que tenía clases de inglés, la biblioteca del Domínico fue el escenario donde me convertí en príncipe que rescataba doncellas en apuros, y poco a poco fui creciendo, me casé con Madame Curie y hasta luché como buen mohicano que era.

En los años siguientes, mi hermana Mónica se empeñó en que aprendiera a leer libros sin ilustraciones. Solo tuvo que regalarme un libro de Agatha Christie y entonces devoré la colección completa, a expensas de una mesada que no me rendía si doña Pía no me hubiera fiado de su librería los ejemplares que me convertirían en el célebre detective belga Hércules Poirot por algunos años.

En esos tiempos, mi abuelo tuvo a bien introducirme al mundo de las Mil y Una noches, y entre las mil y una cosas que fui, lo que más disfruté fue convertirme en Sinbad el marino.

Hasta que llegó mi profesor de literatura Lli-Sán, con una especie de chantaje que a la larga dio resultado: "tú lees este libro y lo expones en clase, yo te regalo diez puntos". Por él me convertí en Mauricio Babilonia y en Florentino Ariza, me transformé en poeta y recité en un momento coplas a la muerte de mi padre, en otro le canté a Margarita Debayle, y hasta llegué a componer versos sacrílegos al crucifijo del cuello de mi amada.

Siguiéndole los pasos a la mejor lectora que conozco, mi mamá, me he convertido en personajes de Taylor Caldwell, Morris West y Martín Descalzo, entre otros. Y así, con el paso de los años he sido de todo: Me han hecho cambiar de personalidad Cortázar y Allende, Coelho y De Mello, Bosch y Benedetti, Tolkien y Rowling, Jorge Amado y Patrick Suskind, y decenas de autores más. Últimamente soy Alfonsina, y gracias a mi amiga Evelyn ahora soy Rilke.

Echando un vistazo a mi vida a través de la lectura que me ha acompañado, descubro siempre la influencia de alguien querido. Cada libro ha sido un regalo, una elección inducida, una sugerencia acertada.

Uno es lo que lee. Y yo usualmente leo lo que mis seres queridos me llevan a leer. Quiero pensar entonces que no sólo tengo un pedazo de cada libro leído dentro de mí, sino que también soy un gran rompecabezas formado con todos los pedazos de la gente que me quiere.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un rompecabezas solo es un montón de piezas sueltas, lo que hace de él algo especial, es ese ser que da a cada pieza el lugar adecuado. Tu rompecabezas es un poco complejo, pero tu haz sabido poner cada pieza en su lugar.


RJ