sábado, 22 de noviembre de 2008

Decibeles

El camión descargando hierros en el taller de al lado, el platanero con su pregón, la vecina que le vocea al guachi para que le bote la basura, gente que habla durísimo en las escaleras, la avioneta que pasa volando bajito, dos obreros discutiendo en creole, el radio, el celular y el despertador en un solo coro… arranca el día.

Los bocinazos que vienen de adelante, de atrás, de todas partes, mi propia bocina para no atropellar a un motorista, la sirena de la ambulancia, el dominican que va con la música tan alta que retumba, el colmadón de la esquina con una bachata altísima que suena kunkinkun kinkun kinkun, el AMET que le pita a un conductor, el obrero que taladra en la acera, el verdulero que ofrece sus productos en un altoparlante … avanza el día.

Los perros del apartamento 401, el motorista que pasa sin muffler a las 11 y 11, los carros que echan carreras en la Churchill, el bar de la otra cuadra lleno de jevitos sordos, el vecino que clava en la pared, el trueno de la tormenta que viene, la tele, el iPod, el teléfono… termina el día.

¡Ay ya cállense, cállense, cállense que me desesperan!

Y a lo lejos se oye una frase como esa ensayada de los que trabajan en la central telefónica. Es la voz de Dios que dice bajito:
“Aunque no me escuche, estoy con usted”.

martes, 11 de noviembre de 2008

Marathon Man

Escribo esto corriendo, porque apenas he acabado de preparar el reporte de la visita de la semana pasada y debo acostarme para estar listo temprano para la auditoría de mañana. Corriendo, porque quiero tener aunque sea cinco minutos para leer un libro, o para que el libro me lea a mí como pasa últimamente.

Corriendo, y no sé cómo fue que mi vida, de un paseo plácido, de repente se volvió a convertir en un maratón desafiante y exigente, un maratón para el que no he entrenado, pero que nadie lo puede correr por mí.

Corriendo, porque mi trabajo que me convierte a veces en un juglar haciendo malabares con siete bolas a la vez, está en una etapa muy demandante, incluyendo los viajes cada tanto (y la acumulación de trabajo pre y post viaje). Pero por si acaso la agenda no se llena completamente de 8 a 6, me he puesto a dirigir el comité de acciones comunitarias, como trabajo pro bono, (no debe confundirse con trabajo por bono como el resto de lo que hago). Al final de un agotador día está la casa, que si el súper, que si la doña, que si junta de vecinos, que si preparar la comida de mañana, corre, corre.

Luego debo ir corriendo a la comunidad, a la terapia, a la guía espiritual, al yoga, al gimnasio, y me faltan horas para hacer corriendo todo lo que quiero, pues no hay suficiente tiempo.
Encima me he puesto a dar clases sabatinas, y claro, hay que preparar las clases corriendo, pero no hay tiempo. Entonces en un ataque de locura sin precedentes, me inscribo en la certificación en coaching que dura nueve meses, y al final será un parto con las tareas y las lecturas que me tocan, porque no hay tiempo, porque ando corriendo.
Para acabar de rematar esta alocada carrera, me pongo a ayudar a preparar un retiro, con todas las reuniones que implica, y además me ofrezco a preparar charlas dominicales para los jóvenes de los bateyes de San Pedro. Hoy preparamos Víctor y yo el próximo tema, y lo hicimos corriendo.

Al final, la agenda se llena sola. Y bueno, ya se entiende por qué nunca hay tiempo de sentarse a escribir en el blog, o acaso hacerlo corriendo, como ahora. Pero este desastre organizado no es casualidad, es buscado y creado por mí. Reconozco que en un principio lo hice como escape, siguiendo el consejo de un amigo que se llena de actividades para no pensar. Yo hice la deducción en mi mente: "el que está ocupado no piensa, y el que no piensa no siente, y el que no siente no sufre". Interesante enfoque, pero erróneo, según he comprobado. Todo lo contrario: Mis problemas yo los enfrento con la decisión de hacerme útil, de dar más de mí, de no quedarme tirado como lo estaba hasta hace poco, sino de echarme a andar, quiero decir a correr.

Uno de mis modelos, el desaparecido y nunca olvidado Dubert, decía que para que asegurarse de que algo se hiciera, uno debería dárselo a un hombre ocupado. El mismo hombre que para descansar del trabajo, buscaba otro trabajo (aunque nunca habló de hacerlo con esta velocidad). Pienso en sus palabras y recuerdo los momentos más ocupados de mi vida: primavera de 1987, verano del 2002 y este otoño del 2008, y tienen algo en común: el estar enfocado, el sentirme útil, y el no darme cuenta de que el tiempo ha pasado. Esto último es particularmente importante, pues caigo rendido en mi cama y cuando vengo a ver ya estoy de nuevo en la calle, ocupado, atareado, y algo estresado. Caigo rendido de nuevo, para así vencer al insomnio que me ha mortificado durante un tiempo, y a veces me levanto cansado, agobiado por una terrible pesadilla que mi mente creó especialmente para mí. Y suena Carmen Imbert en la radio, y me levanto corriendo para volver a la calle. Y vuelvo a caer cansado en la cama. Y entonces llega el sueño repetido...

La carrera sigue, y los kilómetros que quedan detrás son tantos que perdí la cuenta. Y cuántos quedan delante no lo sé, porque no me dieron por escrito la fecha de caducidad de esta vida que me han prestado para vivirla a plenitud. Pero sigo corriendo. De pronto me doy cuenta de que alguien viene en la misma carrera, detrás de mí todo el tiempo, y la sensación de sentirme perseguido me causa desasosiego. Acelero el paso, pues este tipo no me va a alcanzar, pero él parece ser tan persistente como yo, y viene decidido a pasarme.

Sudo a mares, pero corro sin mirar atrás. Y vuelvo adelante, y luego me caigo, y me levanto. Corre, corre, corre. No veo la meta cerca, no tengo idea de cómo es, pero me espera, y mucha gente por la que corro me anima desde detrás de una barda en la acera, algunas caras me son desconocidas pero sé que están allí por mí. Algunos vitorean al hombre que he dejado atrás, pero que se empeña en llegar hasta mí. Respiro acompasadamente, pues mi cuerpo necesita oxígeno, y en cada bocanada entra el oxígeno del amor recibido, que se mezcla con el oxígeno del amor que llevo dentro.

Volteo, el tipo viene cerca, y entonces me caigo estrepitosamente en la calle. Se escucha el clamor de decepción del público. Sudo, sangro, lloro, y de repente el hombre se me acerca y me hala con fuerza, arrastrándome hacia atrás. Uno que otro le aplaude, lo cual me desconcierta. No me puedo parar, no puedo respirar, el corazón me late deprisa. Y entonces me doy cuenta de que soy yo mismo, otro yo, el que me arrastra con una mirada inexpresiva, como un hombre gris que no piensa ni siente nada. Trato de zafarme, no puedo.

Y de repente otro hombre, mucho más fuerte, me agarra por un brazo y me levanta del suelo. Me incorporo y lo veo. Soy yo, otro yo que sonríe, que me anima a seguir la carrera. Corro con él, conmigo, o mejor dicho troto, en un paso rítmico, decidido, firme. Ya no hay rostros en la acera, ya no hay bardas, ya no me persigue el Simón de atrás, tampoco está conmigo el otro Simón, me he convertido en él. Sigo corriendo y llego a la meta, donde nadie me espera. Estoy solo y no hay con quien disfrutar de este triunfo cuyo significado no entiendo.

De pronto se oye la voz de Carmen Imbert, su programa matutino ha comenzado en mi radio despertador. Se me ha hecho tarde. Debo bañarme corriendo, pues me espera otro día huyendo de mí hasta llegar corriendo a alcanzarme a mí.