Estuvo seis
años soñando con este momento, disfrutando de la repetición en cámara lenta.
Seis años subsistiendo a base de recuerdos que nunca sabrá si fueron realmente
hermosos o si la mente los magnificó para sobrevivir el limbo en el que el
recién nacido sentimiento iba a caer. Seis largos años, a veces olvidándose del sueño
para poder seguir adelante sin el pesado fardo de la ilusión de lo que nunca se
ha tenido.
Bendijo la
hora y el lugar de hace seis años. Aquella mañana, sin embargo, cambió el miedo
de no conocer nunca a alguien así, por otro mucho mayor: el de no volver
encontrase nunca de nuevo. Por eso se felicitó por la osadía de haber escrito
aquel mensaje en un papelito y por el tino de haber usado a la azafata como
celestina. La escala que les tocó compartir fue suficiente solo para aprenderse
los nombres y las miradas, jamás iba a dar el tiempo para aprenderse el olor de
sus cuellos, el compás de sus respiraciones, o la temperatura de los dedos
recorriendo sus pechos. Apenas se habían conocido y ya había que despedirse.
Este era el famoso punto único en el que dos líneas perpendiculares podían
tocarse, y ya se había borrado.
Sistemáticamente,
a medida que se alejaba por aquel pasillo, iba volteando una y otra vez a ver aquel
rostro que se hacía más pequeño en el espacio y más grande en su memoria. Sus
miradas se quedaron enredadas hasta donde fue físicamente permitido, y aun al
cruzar la línea de seguridad, sentía aquella tierna mirada acompañándolo, y la sensación del serendipity a tope.
Al cabo de
diez minutos sintió que la separación se le hacía eterna. El reloj, consciente
del poder de sus manecillas que disolvían pasiones y maduraban sentimientos, se ensañó con el afán de este loco por querer detener el
tiempo y violar sus leyes, por eso aquellos diez minutos que le habían parecido
interminables, los terminó repitiendo trescientos quince mil veces. Pero en ese
momento, decidió que iba a volver atrás, para decirle que no podía respirar sin
suspiros, que sentía su pecho romperse, que ya nunca iba a ser el mismo. Empezó
a recorrer el pasillo que lo llevaría al reencuentro, primero caminando, luego
corriendo, tratando de que sus latidos fueran más poderosos que aquel maldito tictac.
Pero en un extraño momento de razón, entendió que no iba a llegar a tiempo, por
eso tuvo que desandar sus pasos mientras se preguntaba dónde había quedado su
cordura.
En el
siguiente vuelo cerró los ojos para soñar con otras escalas en las que el corazón
no tuviera que hacer migración y aduana, con otro viaje en el que los asientos
esta vez eran contiguos, sin equipaje y sin destino, solo disfrutando la
complicidad y la mutua compañía, la cabeza reclinada en su pecho, mirándose a
los ojos con la seguridad de saberse predestinados. Finalmente los recuerdos y
los sueños se fueron mezclando y quedaron flotando en una especie de nebulosa, hasta
que se diluyeron en un líquido amniótico en el que se mezclaban lo que fue, lo
que pudo haber sido, lo que podría ser, y lo que nunca será.
Y hoy, seis
años después, en el momento del reencuentro, un simple abrazo bastó para romper
fuente. En ese instante, al sentir el alma galopando y desconocidas esperanzas
corriendo por sus venas, entendió por fin de dónde nacen las sonrisas, como las
muchas que nacían en ese momento su interior.
Sin haberse
ajustado el cinturón, el corazón se fue abriendo paso entre el tránsito de la
noche hasta llegar a su nuevo rincón favorito y encontrar todavía más razones
para sonreír, y nuevos recuerdos que añadir a la lista de aquella vez: la sombra que hacía la luz de la farola en su
rostro, el ligero ascenso de su lunar cuando se asomaba el perfecto arco de su
sonrisa, el brillo en sus ojos cuando escuchaba una palabra que le ruborizaba,
la suavidad de sus manos que se posaban por dos segundos y medio en estas otras
manos.
Ante
aquella sobrecogedora sensación de saberse en el lugar correcto, a la hora
correcta y al lado de la persona correcta, quiso llorar de alegría, gritarle al
mundo que se sentía vivo, correr por aquellas calles que no conocía, avisarles a
todos que esta vez no lo despertaran. Aquel punto de llegada, de repente se había convertido
en un punto de partida.
La sensación de serendipity se hizo certeza en el reencuentro, y ahora ya no le cabía duda: Estaba dispuesto a recorrer todos los
pasillos de todos los aeropuertos del mundo si fuera necesario para poder
volver a vivir este reencuentro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario