lunes, 1 de junio de 2015

Eliseo Nunca Muere

Cuando estrenábamos la década de los 90, estábamos un grupo de amigos de excursión en el Pico Duarte. Después de un largo día bajando a pie la montaña de la Pelona, llegamos hasta el Valle de Bao exhaustos. Más tarde llegarían los guías en los mulos con las provisiones y las casas de campaña. De lejos veíamos cuando se acercaban al campamento, y entre ellos el papá de mi amigo, y el jefe de la excursión, el Ingeniero Luis Veras. Escuchábamos mientras gritaba de lejos “¡Eliseo nunca muere!”
Perplejos escuchamos la frase repetida como grito de guerra hasta que lo vimos llegar con el rostro lleno de sangre. Una rama le había golpeado severamente encima del ojo, pero el hombre seguía sonriendo mientras bajaba del mulo, lo limpiaban y le daban los primeros auxilios. Llevaba un par de horas sangrando, y repetía su grito victorioso mientras le daban varios puntos en la herida.
Más tarde nos explicaría el significado de la expresión, que adopté como lema ante la adversidad hasta el día de hoy.


Pero hay que volver atrás en la historia, exactamente cinco años atrás hasta llegar al día en que lo conocí, para empezar a entender a este personaje tan pintoresco al que con cariño llamamos “Luivera”. No Don Luis, no Ingeniero Veras, simplemente Luivera. Así le llamamos sus hijos biológicos y postizos y sus amigos cercanos.
Tenía yo quince años y él más o menos la edad que yo tengo ahora (aunque él insiste en que aún no llega a los 20 pues cumple años solo los 29 de febrero), y yo empezaba a entablar una amistad con mi compañero de clases Luima. No sospechábamos entonces que seguiríamos amigos con upgrade a compadres hasta el día de hoy. Era la primera vez que iba a su casa y teníamos al día siguiente examen de historia. Las horas fueron pasando y llegó la noche. 
- Mami, mi amigo me invitó a cenar aquí.
- Está bien mijo. Avisas para pasar a recogerte.
- (Más tarde) Mami, que si me puedo quedar a dormir aquí. 
- Déjame hablar con la mamá de tu amigo. Ta bien mijo.
Compramos un cepillo de dientes en el colmado de doña Roma y mi amigo me prestó el uniforme para ir al colegio el día siguiente. Nos dieron las quinientas y acabamos acostados en sendos sleeping bags en la sala de su casa. El papá de mi amigo llegaría mucho más tarde.


Al amanecer, siento que me dan una patada entre las costillas y abro los ojos. Con las manos en la cintura y una mirada inquisitiva el papá de mi amigo, que está de pie observándonos, me da los buenos días de esta manera:
- ¿Quién carajo eres tú y qué haces durmiendo en mi casa?
Tierra trágame, No sabía yo entonces nada del humor tan particular de este hombre.
- Mi nombre es Simón De Castro
- Y a mí que me importa, párese de ahí ahora mismo.
Cuando me llamaron a la mesa a desayunar, el hombre volvió a arremeter:
- Ah, porque también piensas comerte la comida de mi casa y yo ni te conozco
- Ya le dije que mi nombre era…
- ¡Cállese y coma!
Yo miré angustiado a mi amigo como buscando ayuda y él me dijo muy tranquilo: “No le hagas caso, Luivera es así”.

Tardé un tiempo en volver a pisar la casa, hasta el día que Luivera me mandó a llamar, que quería hablar conmigo. Yo llevaba preparado un discurso de disculpas y tal, y este hombre me manda a llamar a su habitación. Me hace seña que me siente a su lado mientras veía televisión y me dice “ráscame ahí”, señalándome un pie. Sin palabras ni explicaciones empezamos la relación más sui generis que yo haya tenido con una persona de otra generación.
Hago la historia porque es importante entender lo formal y circunspecto que era yo, y lo relajado y dicharachero  que era este señor, y cómo por los siguientes treinta años he seguido aprendiendo de él a tratar de no tomarme ni tomar las cosas tan en serio.


Mi relación con mi amigo se extendió al resto de la familia: Su hermana y su hermano son como tales para mí también. Su papá y su mamá por igual. Era normal para mí llegar a la casa sin anunciarme ni sin preguntar quién estaba allí o no, daba igual, era mi casa. Eso fue lo que Luivera me hizo saber poco a poco, ya fuera con algún gesto sencillo, o con mensajes mucho más directos cómo “Mira tú, a ti hay que llevarte a demasiados sitios en el vehículo de aquí, ponte a lavarlo ahí”, y de repente estaba yo trapo y manguera en mano lavando con mi amigo Luima la famosa Vanette que tantos tumbos dio con nosotros.


El escape por excelencia era irnos a su finca de Los Montones. Allí me enseñó a jugar dominó de verdad debajo de la mata de mango, me prestó su colección de libros de la Era de Trujillo, y en más de una ocasión se sentó conmigo en privado a preguntarme por mi vida. Era raro que diera consejo, pero escuchaba sin juzgar, algo que para mí era tan importante en ese momento como lo es ahora. Hasta el sol de hoy me llama, me busca, me sigue escuchando y haciéndome sentir querido, nunca juzgado (y mira que sabe mucho sobre mi vida como para hacerlo).


Luivera se hizo siempre amigo de los amigos de sus hijos, y nunca nos hizo sentir la diferencia de edad (de hecho, quizás en alguna ocasión el adulto era uno). En un momento dado me pidió que lo saludara de beso en la mejilla, como los hijos a sus padres, y así lo hice y lo sigo haciendo, e incluso le pido la bendición. Si mi papá fuera otra persona se habría sentido celoso por esta relación, pero si fue así nunca lo expresó, más bien se sentía cómodo con que yo anduviera en tan buena compañía.


Ha cometido errores, pequeños y grandes, y tiene tantos defectos como el que más, saca de quicio a cualquiera cuando se lo propone; Ha fumado, bebido, comido, andado y tropezado más que muchos mortales…  Y sin embargo, ¿Qué tiene este hombre que me hace admirarlo y quererlo tanto? Simplemente me quiere y me lo hace saber y sentir en todo momento.
No es un hombre pretencioso, por el contrario le atrae lo sencillo, disfruta con poca cosa, y yo trato de aprender esto de él. No se jacta, no se engríe, aún pudiendo hacerlo si quisiera. Es un hombre amoroso, le da a la familia y la amistad unas dimensiones extraordinarias. Es la mejor combinación de amigo y padre que he podido hallar en una persona, y simplemente lo quiero.


Con el paso de los años Luivera sobrevivió una leucemia, un cáncer de próstata y una operación de corazón abierto. “Eliseo nunca muere”, repite fielmente ante cada una de estas pruebas. Un día le pregunté de qué se trataba la frase de marras.
Resulta que cuando era joven, en la escuela de Bella Vista hicieron una obra de teatro en la que su amigo Eliseo T. era un espadachín que, en un duelo a muerte, debía caer al suelo de un sablazo mientras su adversario decía “¡Muere, Eliseo!”. Todo iba bien en los ensayos hasta que llegó el día de la obra, a casa llena, con familiares y amigos. Cuando llegó el momento, “¡Muere, Eliseo!”, el tipo se envalentonó y respondió “¡Eliseo nunca muere!”, ante el aplauso de la concurrencia enardecida. Varias veces trataron de infructuosamente de matar a Eliseo en aquella obra extendida, y su valiente batalla queda en la memoria de todos a través de las generaciones.


Hace unos meses su corazón ha empezado a fallar, y Luivera, igual que aquel Eliseo, pierde fuerzas y vuelve a ganarlas en una batalla diaria contra sí mismo. Caminar unos pasos, comer una comida completa, o entablar una conversación larga, son actividades que lo dejan extenuado.
Es por eso que, en este momento en que mi querido Luivera trata de buscar ánimo dentro de su enfermedad, yo escribo esto para que él lo lea en su tableta (a la que llama “Dios”, porque todo lo sabe y lo puede según él).

Se lo quise decir en persona hace apenas unas semanas y solo atiné a agarrar su mano y sonreir con él, pero ahora se lo digo mucho mas claro : Luivera, su cuerpo estará cansado, pero su espíritu se mantiene firme, usted tiene la capacidad de sonreír con una buena noticia y llorar con la llegada de un amigo a su puerta. Su mente sigue pendiente de todos nosotros, y tratando de resolver todos los problemas del país desde su cama. Su corazón sigue latiendo, mandándonos amor a sus hijos y nietos, cercanos y lejanos.

No se rinda, Luivera... Porque hoy igual que entonces, una vez más se levanta cada mañana y ya ha ganado la batalla, y en su mente resonará, esta vez en un gran coro compuesto por las voces de todos los que lo queremos, nuestra frase de guerra:
¡Eliseo nunca muere!

4 comentarios:

Teresa Guzmán dijo...

Tremenda historia de vida. Gracias Simón por compartir este tipo de testimonio que hablan muy bien de luivera, de ti y de la posibilidad infinita del ser humano para hacer amigos, hermanos y familia, aun no venga de la misma sangre.

Unknown dijo...

GRACIAS Simon!! Cuanto se aprende a traves de ti y por ti..

Unknown dijo...

Saludos Simon y gracias por escribir este blog. Me haz hecho reir y llorar al mismo tiempo y todo en el medio de una presentacion en el trabajo :) Talvez ni te acuerdes de mi ya que yo era una de los tantos primos/primas que temporareamente vivio en casa de tio Luiche. Ya me imagino los comentarios de luivera cuando lea esto.
Gracias por ser buen hijo y demostrar amor cuando vale.

Unknown dijo...

Wow. Me rei y llore leyendo esto. Gracias por compartirlo